Linea Nacional

jueves, 30 de septiembre de 2010

Hijos de Puta

Los sectores conservadores de América Latina, amantes de los privilegios están cada vez más decididos a interrumpir el proceso de cambio del continente. La policía y la Fuerza Aérea de Ecuador intentan derrocar al gobierno del compañero Rafael Correa. Lo que no pueden por los votos lo buscan por la botas. Tienen secuestrado al presidente.
Es hora de terminar decididamente con estos impulsos retardatarios, hay que acabar con estos hijos de puta. Movilización permanente y popular para derrotar a estos fascistas.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

No se vayan a olvidar

Jueves 30 de setiembre 20hs

Ciclo de charla – debate PUNTOS DE COINCIDENCIAS

Disertará el compañero Héctor Recalde
Diputado Nacional FPV – Asesor legar de la CGT

Tema: El modelo de país de los trabajadores argentinos

Lugar: Salón Obligado – Casa de Gobierno de la provincia del Chaco

Organizado por: Centro Cultural Leopoldo Marechal   - CGT Chaco-     
                     Foro Confluencia - Agrupación Juan Pueblo

A Clarin ya no le cierran los números



Hubo 10.000 personas en la marcha de la Coalición por la Radiodifusión Democrática. Esas 10.000 personas llegaron en 400 micros. A razón de 25 personas por micro. Che, estos peronistas si que saben atender a la negrada, hasta le ponen micros con tratamiento personalizado.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Tirano





"Vemos con preocupación como en el continente hay dictaduras que parecen ir en cámara lenta" Fernanda Gil Lozano, diputada genérica de la republicana Coalición Cínica

sábado, 25 de septiembre de 2010

Ley de Medios- Marcha

Programa de las voces originarias


Desde el pasado sábado de 8 a 9, por Radio Planeta (FM 100.1)comenzó el programa Raíces Vivas dedicado  a la temática indígena en nuestra provincia y el país.

La conducción está a cargo de Claudio Largo, director de Cultura Indígena del Instituto de Cultura; Lecko Zamora, escritor wichi; y Daniel Aguirre, que conduce también los programas radiales de la Red de Comunicación Indígena.
 Saludamos esta iniciativa y procuraremos despertarnos temprano pa escuchar.




Fuente:  chacotodaslasculturas.blogspot.com

viernes, 24 de septiembre de 2010

Sobre la pureza

Los movimientos históricos deben estar como las palmeras, con las copas en el aire y las raíces en el barro. AJ

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Padre del aula

"Para los hombres eminentes de Europa, la formación de las teorías; para nosotros, los resultados clasificados ya. En Europa está el taller en que se fabrican los artefactos; aquí se aceptan, se aplican a la vida"

martes, 21 de septiembre de 2010

16 de septiembre

El 16 septiembre de 1955, un golpe de estado acababa con la experiencia de liberación nacional y popular más importante de nuestra historia. El peronismo era derrocado y la noche oscura caía sobre los millones
de trabajadores, humildes y desposeídos que habían disfrutado de un país justo
y alegre.

Los dictadores y sus cómplices “civiles” no tuvieron reparos a la hora de perseguir al pueblo, hasta le prohibieron su nombre y le ultrajaron sus muertos, demostrando que más allá de los discursos, esta vez, al
igual que en 1852, sí había vencedores y vencidos.

Pero ahí mismo, en el fango de la derrota surgió la experiencia de la Resistencia, que mantendría despierto en la memoria del pueblo el recuerdo de una etapa feliz y
la necesidad de reconstruirla.

Casi veinte años después, el 16 de septiembre de 1976, en la ciudad de La Plata, los esbirros de la dictadura cívico-militar secuestraron a un grupo de estudiantes secundarios porque nada de lo humano les
era ajeno a esos muchachos y muchachas, y como se sabe, los cambios los hacen
los jóvenes, así que había que eliminar el semillero.

Con el presente relato queremos evocar y dar luz sobre la resistencia anónima de millones de argentinos que no quisieron que les roben los sueños y que hicieron de los vencedores, vencidos.




El Grito

Haciendo esquina con una cortada que nacía en las puertas de Talleres Córdoba, casi en la punta del barrio inglés, estaba la peluquería de Don Roberto. El peluquero era todo un personaje.
En el sillón de la peluquería, que hacía las veces de sofá, escuchaba todos los temas y pesares… Entre corte y corte, los clientes le comentaban las cuestiones sindicales…Conocía todo; era lejos el más informado…atendía la consulta de las almas como un almacén de ramos generales…
Una mañana, temprano, cuando estaba levantando las persianas para airear el local y plumerear el polvillo del fin de semana, en el marco de la puerta se le dibujó la silueta de un petiso con el sol en la espalda.
Traía puesta una boina calzada hasta las orejas. Por los costados se escapaban los mechones de pelo muy rubio. Traía también las solapas levantadas y las manos hundidas en los bolsillos. Saludo con voz ronca y cavernosa.
Don Roberto lo tomó de un codo, lo hizo girar hacia la luz, lo miró muy bien y al reconocerlo, lo interrogó:
-¿Qué haces así, Rusito, con la boina hasta el cuello? ¿No estabas en el servicio militar? Vení, pasa, sentate. Hacía tiempo que no
sabíamos nada de vos.
El Rusito era un compañero del taller, escabiador como pocos. Su caja de herramientas tenía un doble fondo donde iba acostada la botella del tinto preferido. Tenía otro amor: Racing. Además, su condición de peronista sin militancia orgánica le permitía meter las narices en todos lados y cantarle la justa a cada uno.
Aquella tarde, se sentó con las manos entre las piernas, casi acurrucado, y miró al peluquero con los grandes ojos azules opacados, sin el brillo picaresco de siempre. Dijo:
-Vengo a que me arregle el pelo, me lo empareje. Estoy un poco jodido.
Hizo una pausa y continuó:
-Me dieron de baja.
No dio más detalles.
Don Roberto sospecho algo, pero ni se imaginaba. Intentó una pregunta para arrancar:
-¿Estuviste tomando de nuevo?
-No, Hace mucho que no. Ni lo huelo al vino.
Mientras tanto el peluquero lo había ido acomodando en el sillón. Cuando terminó con la ceremonia, le sacó la boina al Ruso, y dio un paso atrás lleno de horror al verle la cabeza poblada de protuberancias sanguinolentas enredadas entre los pelos rubios. Nunca había visto algo así.
-¿Qué te pasó, Rusito?
-Nada. Ya estoy bien. Antes no me podía poner la boina…
A esa hora, ni bien abría la peluquería, comenzaba el acarreo de mates. Como de costumbre, apareció la señora de Don Roberto, una Armenia gauchaza. Sólo atinó a abrir la boca y a regresar sobre sus pasos trayendo una palangana de agua tibia y sal.
En silencio, Don Roberto empezó la limpieza.
El Rusito era un ovillo de nervios, tiritaba. Miraba hacia abajo y de vez en cuando relojeaba el ventanal por el espejo. Se fue calmando poco a poco. Más relajado empezó a hablar. Cada tanto, volvía a mirar de soslayo los ventanales. Sus ojos azules miraban también la puerta, como si temiera que algún cliente llegara de sopetón.
-¿Sabe que pasa?-arrancó-, a mi me tocó la colimba justo cuando Frondizi movilizó a los ferroviarios y a los tranviarios. Me destinaron a cuidar esos lugares. Teníamos que hacer guardia y cuidar que no hubiera despelotes. Nos dijeron que si el destino llegaba a ser nuestro lugar de trabajo, teníamos que avisar para que nos cambiaran. Amenazaban de lo lindo, pero como desde el 55 vienen amenazando, yo no les di bola. Al final me destinaron al ferrocarril. Yo pensé que en una de esas podía salvar a un compañero, ¿vio? En una de esas soy útil para los compañeros, pensé. Y si soy útil para los compañeros, soy pa’ la causa, ¿vio?
Don Roberto seguía el relato atentamente, preocupado. Solamente asentía con la cabeza. El Rusito habalaba y hablaba. Paraba un segundo, tomaba aire, seguía, y en ese ejercicio, cada vez que largaba el aire le salía un ronquido sordo.
-Primero estuve en el depósito de coches motores, en Alta Córdoba. Ahí todo fue tranquilo. La cosa se empijó cuando me destinaron al taller. Me reconocieron y me jodí. Esos junagranputa me gritaban Ruso culiau, ¿qué hacés con ese fusil?
Me alcahuetearon desde las oficinas. Cuando llegué a la guardia me mandaron para el cuartel.
El peluquero, sabedor de que a esa hora empezaba el desfile de clientes, entornó la puerta. Su señora, entre acarreo de mates y agua salmuerada, corrió las cortinas.
-¿Me sigue, ah? ¿Me sigue?- preguntó el Rusito mirando a Don Roberto en el espejo.
Y, más animado, lo alentó:
-Limpie tranquilo que no duele. Ya me dolió, esto no es nada. Dele, chupe el fierro y no me mire como carne de cogote, no me tenga lástima.
El armenio escuchaba y seguía limpiando como un autómata.
-Como le decía –continuó el Ruso-, llego al cuartel y ¡zas!, en cana. Ahí no más, en la guardia. Pensé, qué cagada habré hecho. No me acordaba de ninguna, ni siquiera había chupado. Al otro día, dos oficiales me llevaron a una oficina y me interrogaron sobre cosas que ni había sentido nombrar. No les contesto. Creyeron que yo me guardaba algo. Igual, aunque hubiera sabido, yo no les iba a contestar. La cosa se puso fea cuando me acusaron de ser del Comando de la Resistencia Peronista. Yo, ni noticias de ese Comando. Y me dan, y me vuelven a dar. Hasta que uno me insulta. “Peronista de mierda, te vamos a hacer puré”. Yo, Don Roberto, peronista soy. Cuando estaba prohibido igual grité viva Perón, usted sabe. Así que pensé esta es la mía, ahora se los digo en la cara. Y grité: ¡viva Perón, gorilas de mierda! Para qué, me cagaron a piñas, me patearon, me escupieron con un odio que ni se imagina. Como si yo fuera todos los peronistas juntos. Medio me desmayé y medio me tiré blanqueando los ojos, como los zorros, ¿vio? me dejaron.
El Rusito se calló; se había agitado. Mientras contaba se movía, miraba el espejo, se le iban vidriando los ojos azules.
Don Roberto lo esperaba, pausaba los movimientos de curación y, cuando podía, chupaba el fierro para endulzar el garguero. La señora, muda. De vez en cuando se iba hacia la puerta y paraba la entrada de algún cliente que, sin comprender, anunciaba que volvería más tarde.
El Ruso siguió:
-Al otro día vinieron a preguntar otra vez, y yo no les hablé. Y así un montón más. Ni me acuerdo. No aflojaron la biaba. Cuando yo estaba bien me les cagaba de risa y les volvía a gritar viva Perón. Pero lo peor vino cuando les grité ¡viva Evita! Se volvieron locos. Pobre Evita y pobre yo, por las cosas que dijeron de ella y los patadones que me dieron a mí. No respetan ni a los muertos.
Aquí paró de nuevo. Aspiró como un asmático. Ya no se fijaba en los ventanales ni en la puerta. Iba y venía al cuartel. Tenía que hacer todo el recorrido. Sabía que lo peor era transitar esa pesadilla despierto. Debía terminar de contar de una vez.
El sol modificaba su posición, marcando los tiempos, se elevaba y marcaba las celdas del lugar. Los muebles de la peluquería parecían cambiar de color, pero nada modificaba el ambiente especial de esa mañana. Nada.
-¿Sabe?-continuó el Rusito-, después de varios días de estar tirado en la celda, un zumbo me trajo agua muy temprano y me aconsejó que no les contestara. Si te callás no te
tocan más, ¿entendiste, pibe?, me dijo.
No se había agitado esta vez. Don Roberto seguía el relato con la mirada triangulada de los peluqueros…El Rusito, en cambio, hablaba cada vez más suelto, sin mirar el reflejo sino, seguramente,
la escena de la celda. Ahora arrancaba sin preámbulos; el puente con la celda era el espejo.
-Estaba tan cansando que me volví a dormir. No me importaba un carajo de nada. Nunca había estado así, como medio entregado, ¿vio?, Medio en pedo, blandito y con la boca reseca.
Giró la cabeza, miró al peluquero que permanecía mudo. En tono canchero pidió:
-No me mire así, no le afloje al trapo que se va viendo mejor el melón.
De nuevo hizo una pausa, pero ahora las pausas eran cada vez más cortas. Las sombras trepaban o descendían por las paredes. El Rusito ya respiraba mejor.
-Que milonga me dieron –dijo-. Esa vez que me dormí me despertaron pateándome el culo y al grito de levantáte hijo de puta. Que quiere que le diga: mi vieja, Evita, Perón, ya era mucho. No me aguanté. Pensé en los tres pero más en mi vieja. Me salió un aullido, viera usted Don Roberto, un aullido muy fuerte. Con decirle que después me dolió la garganta… Y les dije ahí no más, gorilas de mierda, viva Perón y viva Evita. Me volví loco. Les tiré unas piñas pero ellos me voltearon primero. No me acuerdo más, fíjese, no me acuerdo más.
Había largado esto último de corrido. Don Roberto ya no hacía ningún movimiento sobre la cabeza del rusito. Había escuchado cuestiones en el sillón, pero como ésta nunca. Sentía una angustia que lo rebalsaba y además se interrogaba sobre los hombres, criaturas de Dios, que había torturado al Ruso. Tanto ensañamiento lo dejaba partido. Ahora era él el agitado, se sentía vejado como si hubiera estado en la piel de aquel muchacho bravucón e ingenuo.
-Me desperté en la enfermería –estaba diciendo el Ruso. Me dolía mucho la cabeza, y el cuerpo, y la garganta. Había un soldado de guardia apostado al lado. Se acercó una enfermera y me curó. Antes, corrió al milico. Cuando se agachaba me daba ánimo, me decía tranquilo, tranquilo pibe, todo va a ir bien, dormí que te hace falta. Y yo hice eso: dormí, dormí y dormí. Me despertaba y volvía a cerrar los ojos. Tení miedo de que todo se repitiera. En frío sentía miedo. Ahí sí.
Había pasado un largo tiempo. El sol estaba alto. Desde el taller, con la complicidad del portero, varios se habían descolgado para hacerse un corte. Ni bien se asomaban por la puerta entornada, los despedían con señas o con un por favor vuelva más tarde. Uno sólo entró, vio, oyó y se fue. Era un conocido del Rusito. Se calló la boca; jamás dijo nada.
-Me puse bien pero me hacía el boludo, ¿vio? Pensaba: ¿y si me curo y me siguen dando?, mejor me hago el gil. Hasta que un día llego un oficial que yo nunca había visto.
Salamero, haciéndose el bueno. Me dijo que me tranquilizara, que luego hablaría conmigo. Y vino nomás a chamuyar. Me pidió que no contara lo que había ocurrido, que ellos habían castigado a los que me habían cagado a palos. Yo asentía. Después llegó la licencia. Me dieron un birrete muy grande porque tenía el melón hinchado, y aquí estoy. Regrese hace unos días, pero me quede con mi vieja sin sacarme el birrete. No salé de casa. En mi vida em carburó tanto el mate.
Hizo otra pausa y todos respiraron hondo. Don Roberto chupaba la bombilla y continuaba arreglando el amasijo de pelos y carne seca. El Ruso se movía inquieto, quedaba algo. Se debatía en la decisión de decir o callar. Pestañeaba rápido. Por primera vez, se vio sentado, reconoció el lugar, a Don Roberta detrás, a la señora que lo miraba con inmensa ternura. Se animó:
-Me estaba olvidando. Le quiero decir una cosa, no quiero quedarme con el entripado.
El peluquero, que había absorbido todo como un secante y se sentía mal, respondió:
-Te escucho, Rusito. Dale cuando quieras, pero quedate quieto que estoy terminando.
-Bueno, me quedo quieto. Le quería contar lo que me pasó en la celda cuando estaba solo. Desperté sintiendo que me dolía todo el cuerpo y con mucho frío, medio aturdido a pesar de haber apoliyado. La cuestión es que me moví un poco y comencé a sentir una cosa rara, unas ganas bárbaras de vomitar. Me dije: si no comí un carajo, ¿cómo voy a vomitar? Y me sentía mal, descompuesto, triste. Tenía como asco, y al final me vino la primera arcada nomás, y me rodaban las lágrimas. Y después otra arcada y así hasta que vomité. No era vómito de comida. Era como un pedazo de hígado… pensé sea la que fuese era un pedazo mío. Que lo parió era un pedazo mío. Y ni bien dije eso me entraron unas ganas de llorar. Largue el
llanto cuando pensé qué hijos de puta, como me dieron, me hicieron parir por la boca… me agarré de las rodillas…
El peluquero seguía mirándolo por el espejo. Tomo aire de nuevo, se vio reflejado, entero, por primera vez.
-¡Ah Rusito, viejo y peludo! ¡No te les cagaste! –se autoelogiaba, se reconocía cojonudo.
A pesar de este intento, el silencio seguía adueñándose de la peluquería. No había respuesta a la voz ronca del Ruso. Don Roberto seguía absorbiendo la crueldad sobre aquél personaje simple, charlatán y comedido, gritador de vivas a Perón.
Al final atinó a hacer una mueca y le acarició el hombro a modo de caricia. Pero tuvo que frenar por el brinco que dio el Ruso. También ahí habían llegado los golpes.
-Me rajaron –arrancó de nuevo el Rusito como chacoteando-. Me dieron de baja. Cuando me iba del cuartel, el oficial que me cagó a patadas con más bronca seguía ahí,
riéndose y como provocando, ¿vio? No lo habían encanado. Mintieron para que me callara. Casi me paro a contestarle, pero por primera vez no hice caso y pasé
de largo. Me dí vuelta y quise sonreír con burla, como diciéndole no pudiste conmigo, che culiau, por eso viniste a despedirte, reconoces la estampa ¿ah?, ¿qué me batís? Pero no pude tampoco, porque me dolían las carretillas de las piñas. Me cague de bronca. Mejor, casi meto la pata. Hice como que no le daba bola, me toque los dientes con la lengua y recién entonces me di cuenta de que me los habían hecho pomada, harinita; me los habían dejado rotos como un serruchito. Lo miré al milico por última vez. Estaba muy serio y con cara de asco. Debió ser de envidia. Porque si él hubiese estado en mi cuerpo ¿qué?
Después de decir esto se quedó callado. Cerró los ojos y se quedó así hasta que el peluquero le anunció:
-Ya está, mirá que corte.
El Ruso se miró, hizo mohines, manoteó el bolsillo para pagar. Don Roberto lo paró a puro gesto, sin palabras.
Salió con la boina en la mano, despacio. Muy tranquilo. Dio variso pasos, se volvió y, con su tono burlón y picaresco, le dedicó una sonrisa averiada a Don Roberto, acompañado de un requiebre de petiso compadrón.
Ese día la peluquería cerró temprano. Don Roberto bajó las persianas en silencio. Seguramente, como buen cristiano, le estaba comunicando a dios que por hoy basta.


Tomado del libro de Juan Carlos Cena. El guardapalabras (memorias de un ferroviario).